Junto a la historia de todo el norte del país, que es también la historia de Salta, se encuentra la sombra del algarrobo.
De este árbol que venía alimentando la alegría de toda esa parte de América, ya que hasta hace no mucho mostraba su follaje hirsuto en los potreros asoleados, como en las faldas de las serranías.
Su aspecto de árbol cansado tenía en si mucho de parecido a las razas indias que fueron felices antes de la llegada del conquistador ambicioso y despiadado, que holló todas sedas, y esparció mandobles con su espada bruñida e implacable.
La sombra del algarrobo era para todos, y en la hora larga de la siesta, cobijaba a quienes llegaban cansados, para hacer un alto en el camino.
Allí estaban en el Valle de Lerma, cuando Diego de Almagro atravesaba la región sin nombre todavía, en demanda de las altas cumbres que oteaba en lotanza.
Fue a la sombra de estos árboles incaicos, donde agonizaron los bravos guerreros de la montaña, abatidos por los arcabuces que vomitaban muerte abriendo camino al conquistador.
Las fiestas de los valles se alegraban con la aloja y la chicha desde los primeros tiempos de la conquista, y la gente se agolpaba bajo los árboles generosos para recoger sus vainas doradas, llenas de ese áspero dulzor que gustaron nativos y conquistadores.
Los primeros gauchos también disfrutaron su fruta y su follaje, como refugio y alimento tradicional, que servía también para sus fiestas. Para las fiestas que cobraban otra dimensión con la fe cristiana.
El Carnaval fue la celebración que acaparó a la algarroba, a la aloja, y la chicha, que se preparaban en los tinajones de barro. La madera de los árboles viejos, ya vencidos por el tiempo, sirvió para hacer yugos y muebles rústicos, que llenaron las primeras casas que fueron levantándose lentamente a lo largo de los caminos de herradura.
Así el algarrobo adquirió el rango de árbol tradicional, nombrado de todos y de todos conocido. Llegó un momento en que proliferó por todo el norte.
La gente respetaba su presencia y lo cuidaba, y prácticamente nadie abatía un algarrobo para procurarse leña. Solamente lo hachaban cuando el árbol estaba yerto, ya sin vida vegetal.
Al correr de los años dieron sombra a otras ideas, a una gente nueva que llegaba desde todos lados portado las inquietudes que estaban conmoviendo al Nuevo Mundo.
Así llegaron hasta estas tierras los soldados del Ejército del Norte, que bajo su sombra, al igual que el general Belgrano, soportaron los rayos del sol implacable de aquel año 1813, en el que las armas criollas se cubrieron de gloria en la batalla de Salta.
La influencia vegetal de esta planta americana, pareciera haberse transplantado a las razas que lo vieron siempre, al estampar en los rostros nativos, idénticas arrugas que las de su corteza de hondos surcos, que se suavizan al llegar a los gruesos raigones que sobresalen del suelo compacto,
apisonado por la gente que siempre llega a solarse con sus frutos, que llevan algo de tradicional, de vernáculo y folklórico. Cuando comenzaba a madurar al filo del verano, el grito de los zorros, como adelantándose a la pitanza,
anunciaba la aparición de las vainas dulces en los algarrobales y en las tuscas del algarrobo negro. Muchos años atrás se hacía "patay" con su harina, y la gente solía comprarlo en el viejo mercado San Miguel.
Era algo normal, hasta que estas costumbres fueron arrinconándose luego de la llegada de los rieles del ferrocarril, que traían constantemente novedades desde el sur, que desplazaban a las viejas y tranquilas costumbres provinciales.
Los algarrobos comenzaron a extinguirse lenta y constantemente. Nadie se percataba de ello, hasta que en la década de los años 50, un ingeniero agrónomo dio la voz de alerta.
Anunció que una extraña peste atacaba a éstos árboles que se agostaban en poco tiempo, quedando sus troncos sin vida, como esqueletos calcinados. Se habló de iniciar estudios para determinar qué provocaba la misteriosa enfermedad y proceder a erradicarla.
Pero al parecer, este árbol tan provinciano no merecía tanta atención y tanta molestia, como las viejas costumbres se iban desechando poco a poco, cual si la gente se avergonzara de ellas, sobre las cuales se edificó nuestra manera de ser y nuestra cultura.
Actualmente existen unos pocos algarrobos añosos, que se encuentran con timidez en el paisaje. Casi nadie prepara aloja, ni hay quien busque esa sombra de antaño para apaciguar los ardores del sol, todo va quedando atrás atrapado en el olvido.
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